Son
recuerdos que salen con el espíritu de las buenas sensaciones. Añoranzas de
compañeros, profesores y padres dominicos con los que compartíamos objetivos
individuales ambiciosos que alcanzamos a fuerza de hacerlos comunes. Unos
objetivos fruto de la convivencia en un entorno especial, que
muchos no hubiéramos logrado de no ser por la oportunidad que nos brindó
nuestra Laboral de
Córdoba.
Mi
primer año lo pasé en el colegio Luis
de Góngora con el P. Felipe Larrañeta de director, famoso
por su habitual “sermón
de la escalera”, y Fray
Pampín, una especie de intendente al que siempre recurríamos
para resolver las labores cotidianas. Creo, aunque no estoy muy seguro,
que también coincidí durante un tiempo con el P. Erviti, filósofo
muy apreciado. Pero de todos ellos, y de más educadores, hablaré en otro
momento, ahora tocan… otras
cosas.
Patio
central con el colegio Luis de Góngora al fondo a la derecha
Teníamos una
obligación primera: los
estudios. Estaba claro. A muchos kilómetros de distancia,
nuevos compañeros y nueva vida, estudiar era lo más importante. El curso, complemento
obligatorio para aquellos que veníamos de bachilleres “normales”,
tenía un nombre “extraño”: Transformación
Industrial ¡¡Que nombre tan raro para un curso!!,
decíamos. Algunas asignaturas ni las conocíamos: Cultura Industrial, Tecnología, Economía
Industrial, Geografía Económica,… apenas algún nombre
clásico, si acaso las Matemáticas. Ese fue el bautismo de fuego de un buen
grupo de entre trece y quince años, dividido en dos clases TI1 y TI2, al que le
esperaba una etapa cuando menos complicada. Un mundo nuevo de estudio
dentro de otro, el de la convivencia, que también lo era y mucho más. Suerte
que nuestros profesores y educadores nos lo hicieron más manejable. Fue
un primer año difícil, pero sobre todo ilusionante.
El
ritmo de estudio, el esfuerzo obligado, era fuerte, difícil
seguirlo, no había más remedio que hincar los codos para salir adelante.
Además, nos tocó practicar algo que desconocíamos: los Talleres;
trabajos más “livianos” en los que había que demostrar nuestras
habilidades en carpintería, electricidad, ajuste y hasta con los tornos
mecánicos. ¡¡Quien no se acuerda de las colas de milano, los ajustes a lima,
los circuitos eléctricos o cilindrar en torno¡¡ ¡¡Que buenos ratos pasamos!!
Talleres
Generales
Lo
mejor o lo peor en estos casos siempre ocurre al final, cuando se acaba el
curso: las notas. Las
esperábamos con ansiedad. En mi caso, los resultados no pudieron ser
mejores; me propusieron realizar el Peritaje, algo que no todos alcanzaban y
que en aquellos tiempos era como lograr un sueño. Y así fue. Próximo curso: Selectivo.
Nuevo colegio, San
Alberto, con el P.
Carlos Alonso de director, más serio en apariencia pero igual
de acogedor en la corta distancia. También con nuevos compañeros, no
todos, que venían de Formación
Profesional y Bachiller
Laboral Superior. Una buena mezcla.
El
curso de Selectivo
representaba el salto a la madurez. Menos asignaturas, las clásicas,
las de siempre, con una dificultad añadida: las clases las recibíamos en
la Uni
pero nos examinaban como alumnos libres de la Escuela de Peritos de Córdoba.
¡¡Nos lo teníamos que
jugar todo a una carta!!. Una nueva experiencia con buen
final que puso proa a mi siguiente etapa en la Universidad Laboral de
Tarragona. Pero antes de esta nueva singladura, unas pequeñas pinceladas de
esos dos años en Córdoba;
de anécdotas impregnadas del buen sabor, algunas personales y otras tan
solo contadas. ¡¡Ahí
va una pequeña muestra!!
Valentín
Pérez Lubián era uno de nuestros profesores de Matemáticas. Alto,
fuerte, bastante grueso, muy ancho de espaldas, habilidoso, la tiza en la
mano derecha y el borrador en la izquierda era su pose natural en
clase. A medida que su amplio cuerpo se desplazaba en la pizarra iba
escribiendo las ecuaciones con letras y números muy pequeños. Era casi
obligado tomar apuntes si luego querías recordar algo de lo explicado. A
menudo, para ver si le entendíamos, al tiempo que escribía solía repetir la
coletilla: ¿lo ven?, ¿lo ven? Pero… ¡¡apenas
se veía nada: su cuerpo lo tapaba todo!!. Con voz
acolchada y su acento andaluz sonaba parecido a: ¿lobón? ¿lobón?; de
ahí a llamarle “Lobón”
fue solo un paso. Por cierto, muy parecido a Lubián, su verdadero apellido.
Otra
anécdota de Pérez
Lubián ocurrió durante la prueba de Didáctica que
cada año tenían que pasar todos los profesores. Se seleccionaba un aula y
allá que se iban a disertar sobre un tema en presencia del Rector (en
aquellos años el P. Cándido Aniz) y los alumnos. En esta ocasión a Lubián le tocó hablar
sobre los “Limites matemáticos” y una vez más empezó a escribir en la
pizarra con su postura más clásica. Al finalizar una de las demostraciones se
dirigió a un alumno con la siguiente pregunta: ¿de las tres opciones que
he puesto cuál es la verdadera?, ¿la primera, la segunda o la tercera?,
haciendo hincapié, eso sí, en cada una de las alternativas. El alumno, que no
había podido ver nada, ni corto ni perezoso, no muy preocupado por cierto,
mirando a sus compañeros, también al Rector por si acaso, y por último al
profesor, se levanta, hace como que piensa un momento, y responde con gran
seguridad: la tercera, profesor. ¡¡Estupendo,
lo has entendido muy bien, muchacho!! exclamó Lubián, un tanto
reconfortado y sobre todo aliviado. La carcajada de todos se pudo oír
hasta en los campos de deporte. Lo que nunca se pudo saber es si la respuesta
era la correcta porque nadie o muy pocos pudieron ver si… correspondía con
lo escrito en la pizarra.
En
Matemáticas
también nos dio clase Francisco
Sanz de Lara. Persona metódica, comenzaba escribiendo
en lo alto de la pizarra, estirándose bastante pues era más bien bajo de
estatura, para acabar al final de la clase agachado en la esquina opuesta.
Pero daba gusto, era muy fácil seguirle y tomar apuntes, siempre quedaba
muy ordenada su explicación en clase. Un gran profesor que tenía otra gran
virtud: cumplimentar todo el cuestionario previsto al final de cada curso.
Un gran organizador y un expositor nato. Solía decir que había que
desterrar dos mitos: “Uno,
que las suegras son malas, y otro, que las matemáticas son difíciles”.
Le entusiasmaba su asignatura y sobre todo enseñar, obligando a
pensar siempre desde el raciocinio. Fumador empedernido, su forma de
aspirar el humo y luego tardar en soltarlo denotaba una placidez extrema.
Profesores
de aquellos años, aparte de Sanz
de Lara y Lubián, fueron entre otros: Manuel Sevilla (Cultura
Industrial), Boyero
(Dibujo Industrial), Enrique
Pozón (Contabilidad y Economía Industrial), Carlos Peñuelas
(Tecnología), Mariano
Rosas (Prácticas de Laboratorio), Mira Pastor y Tomás Moyano
(Química),…
Visita
del ministro Solís. A la izquierda, Francisco Sanz de Lara, profesor de
Matemáticas. También están Enrique Pozón, profesor de Economía y Contabilidad,
el rector P. Cándido Aniz y el vicerrector P. Alberto Riera
Si
las clases eran importantes también lo era el estudio. Lo hacíamos en grupo en
el propio aula durante los descansos entre clases, o en un estudio
general a horas muy específicas. En este último caso, el responsable de
mantener el orden era un padre dominico, mientras que en el aula solía ser
un compañero, eso sí con un dominico paseando por los pasillos que controlaba
varias clases a la vez para que nada se desmandase. Mantener el orden
con métodos de autogestión es difícil, por eso era el director del
colegio quien elegía a cada alumno responsable de su clase. Unas veces
acertaba y otras no tanto. Había situaciones que comprometían mucho más al
vigilante que al vigilado, y aquel, como “buen compañero”, en ocasiones no
tenía “más remedio” que hacer la vista gorda. Y eso ocurría cuando los adictos al tabaco buscaban
el menor resquicio para fumar un cigarrillo a escondidas. En la
parte trasera del aula había un armario muy espacioso que enseguida se
convirtió en el lugar ideal para saltarse la vigilancia; cómodo,
tranquilo, era también un buen sitio para la cháchara. Solo que donde hay
confianza… se va bajando la guardia. Un día que se formó una pequeña
algarabía asomó el dominico para ver que pasaba, con tan mala suerte que empezó
a oler a tabaco, y siguió oliendo y oliendo, hasta que terminó en el armario.
Pronto se dio cuenta de que allí había algo y… “se armó la marimorena”,
la bronca fue impresionante. Llegó hasta el lucero del alba y por supuesto con
la pérdida de mando del responsable nombrado. En fin, de este tipo hay muchas
más. No es fácil mantener el equilibrio entre la ética y la
estética, y aún más controlar a tus propios compañeros sin perder la
autoridad que te tienen confiada.
Al fondo
se pueden ver los armarios donde algunos aprovechaban para fumarse un
cigarrillo en los descansos entre clase y clase
Entre
nosotros, como es lógico, siempre había chascarrillos, hasta algún profesor
participaba en ellos. Lo de menos eran los motivos, lo que importaba era el
buen ambiente y la intención, casi siempre sana. Uno de ellos tuvo como
protagonista a un compañero que se apellidaba Real Imedio, familiar del dueño de la
famosa fábrica “Pegamento Imedio”, uno de cuyos eslogan era: “si se rompe la
cabeza, no importa; el remedio: Pegamento Imedio”. Pues bien, sucedió en clase
de Matemáticas.
El profesor, que tenía por costumbre dar las notas con números fraccionarios,
comenzó un día a leer en voz alta los resultados del último examen y al
llegar al susodicho, con mucha claridad, algo de mala leche, y siguiendo el
eslogan referido, entonó con muy buena voz: “Real Imedio, su nota como otras veces ha sido de un
cuatro y medio”.
De
vez en cuando se producían acontecimientos externos que esperábamos
con ansiedad, nos revolucionaban un poco. Esta vez, en especial para los
asturianos, fue un partido de futbol Córdoba-Real
Oviedo que, aunque disputado en el estadio El
Arcángel, tuvo su incidencia en la Uni. Aquel año el Real
Oviedo realizó la mejor campaña en 1ª División de su historia y
despertaba un gran interés. Con estupendos jugadores como Paquito y Sánchez
Lage (al año siguiente se los llevó el Valencia), y José María (fino extremo
izquierdo que luego jugó en el Español), los tres más tarde internacionales,
tenía como entrenador a Juanito Ochoa, muy conocido también. Muchos asturianos
estábamos pendientes de aquel encuentro, pero también de la visita que su
entrenador, a quien se le atribuía gran parte del mérito, iba a hacer a la
Universidad para dar una conferencia. Algo no muy usual en
aquellos años y más tratándose de un deporte como el futbol. Corría el mes de enero del año 1963
y allí estuvo toda una tarde disertando. Un éxito de asistencia. Por desgracia,
más tarde no ocurrió lo mismo en el campo donde el Real Oviedo perdió 4-0,
y es que el Córdoba de los Mingorance, Navarro y compañía eran un
buen equipo y además muy arropado. Nos dieron un buen repaso. Ese día
bastantes asturianos de la Uni,
con compañeros de otras regiones que también se apuntaron, estuvieron en el
campo animando a su equipo del alma. En la foto de abajo se puede ver
al correoso grupo, pancarta en ristre, posando en las escaleras del
colegio San Alberto.
Por alguna razón que no recuerdo algunos, entre los que me encuentro, no
pudimos salir inmortalizados ese día. Una pena porque la ilusión era máxima.
Grupo
de asturianos en las escaleras del colegio San Alberto antes de partir a
presenciar el partido de futbol Córdoba-Real Oviedo hacia el estadio de El
Arcángel
El
colegio Luis de
Góngora estaba en una esquina del ala oeste y tenía unos
cuantos “privilegios”, o a mi me lo parecían, con respecto al resto. También el
San Alberto.
Unas zonas de paseo estupendas, las mejores, sobre todo con el buen tiempo que
en Córdoba
lo hay y mucho, las instalaciones deportivas: piscinas, campos de futbol,
pistas de atletismo,… justo al lado, todo en nuestro alcance más
próximo. En las horas libres, después de las comidas, a las salidas de clase, o
antes y después de las horas de estudio, era muy frecuente caminar y disfrutar
por sus andurriales. Aunque había quienes preferían estar más cerca, en los
lugares a los que todos íbamos a parar cuando se acercaba la hora del regreso: la puerta de entrada al colegio con
sus escalones “ad hoc” y sus zonas de esparcimiento, con la
megafonía cerca y la música sonando, eran de lo más solicitado. Llegar tarde
después de algún aviso no era recomendable, y cuanto más
cerca… mejor. Por eso, esa zona estaba casi siempre ocupada. Cuando
uno tenía pocas ganas de caminar se quedaba justo a la entrada y desde
allí podía ver con claridad, a lo lejos, la retahila de gente que poblaba los
paseos. Era el sitio
ideal para apurar los últimos minutos libres. La quietud, las
conversaciones en voz queda, la música, la buena música,
acompañaban; solo se rompía el encanto cuando el altavoz “chirriaba”
con alguna información, pero pronto la apatía se volvía a fundir a la
perfección con el resto.
Paseo en
la parte trasera de los colegios
En
algún lugar de nuestro cerebro se asocian con facilidad recuerdos
de nuestra vida en la Uni
con la música que se escuchaba: ¡¡la música de los 60, la década prodigiosa!!.
Nuestros propios compañeros seleccionaban las canciones que triunfaban. Se oían
por todas partes. Había altavoces en las habitaciones, en los pasillos, en los
recibidores, en las salas de estudio,… También servían para llamarnos, darnos
órdenes, avisos, consejos,… Era un ir y venir continuo.
La
música
comenzaba muy temprano, para despertarnos, aunque a veces, entremedias, se
oía una voz que decía: “rápido, todos arriba, levántense…”. En los ratos
libres sonaba a casi todas horas, una maravilla, la nueva revolución
musical, una mezcla de pop, rock, orquestas, coros, guitarras y
baterías dominaban por doquier. ¡¡Todo
empezaba a cambiar!!. Eran los tiempos de Elvis Presley (El
rock de la cárcel, Love me tender), The
Beatles (She loves you, Please please me), Domenico Modugno
(Volare), Cliff Richard
(The young ones), The
Shadows (Apache), The
Everly Brothers (Bye bye love),Dúo Dinámico (Quince años tiene mi amor,
Perdóname), The Animals
(La casa del sol naciente), The
Beach Boys (Surfin’ USA), Bob Dylan (Blowin’ in the wind), Los Mustang
(Quinientas millas), Ray
Charles (What I´say), Roy Orbison (Oh
Pretty Woman), Paul
Anka (Adán y Eva), The
Blue Diamonds (Ramona), Los
Pekenikes (Los cuatro muleros), Little Richard (Tutti frutti), Neil Sadaka (Oh
Carol), The Rolling
Stones (Satisfaction), Los
Brincos (Flamenco), y tantas canciones más. Día tras día
marcaba una jornada nueva, la hora de saltar de la cama, los descansos,
para acabar en la noche cayendo otra vez en los sueños de Morfeo.
Muchas
fueron las lecciones que aprendimos, no solo las
obligadas. La disciplina, en su sentido más claro, el deporte, una parte
importante de nuestra formación, los hábitos de estudio, muy bien
reglados, las actividades culturales, el cine, el teatro, y muchas más, que
tanto contribuyeron a moldear nuestro futuro. Y por encima de todo, el espíritu de colaboración
y el compañerismo,
sin olvidar la ayuda desinteresada de nuestros profesores y educadores. En
general, somos unas generaciones agradecidas a la formación recibida en las Universidades Laborales,
al menos las que yo conocí, y sobre todo a nuestra identificación con
el grupo y la convivencia. Hemos sabido más tarde que
todos aprendimos de todos, hemos comprobado que tenemos algo y bueno en
común. Hemos compartido
tiempo y vivencias de una etapa educativa llena de sensaciones y
realidades que resisten el paso del tiempo.